EL NIÑO SIN ROSTRO

     El día que Arthur vio, en un periódico deportivo, el retrato de un hombre saltando para interceptar una pelota de fútbol, no dudó un instante sobre la elección de su ídolo, Sven Berquist, el famoso arquero sueco.
     Desde entonces, con obstinación, con esa terca perseverancia que caracteriza a los suecos, Arthur sometió sus músculos a una dura disciplina. Había resuelto que él también sería un atleta. No tenía entonces más que siete años, pero se entrenaba metódicamente, solo, durante horas, con una pelota de fútbol.
     Incansablemente rebotaba la pelota y se esforzaba por colocarla entre dos largueros de una escalera doble que le servía de arco. Cuando notaba que las fuerzas lo abandonaban, pensaba en su héroe y en los pacientes esfuerzos que debía haber realizado para convertirse en un gran campeón.
     Durante cinco años la imagen de Sven Berquist iluminó la vida de Arthur, hasta que un día, al fin, pudo verlo en carne y hueso. Le habían dado una entrada para el partido Suecia-Finlandia. Vio jugar a su ídolo en el estadio, rutilante de banderas multicolores y ensordecedoras por los gritos de una multitud entusiasta. Sven Berquist tenía la gracia alada de una estatua griega a la que hubiese dado vida algún Pigmalión. Su rostro era bello y perfecto; su mirada, aguda y recta como una espada de acero. Arthur volvió al asilo con la memoria repleta de banderas, de sueño y de gloria. Una gran amargura lo esperaba a su vuelta.
     Se le comunicó que debía abandonar aquella institución.  El único hogar que había tenido. Por una de esas crueldades impersonales, propias de la burocracia ciega, que se mezclan con la caridad, Arthur fue trasladado a un reformatorio, ocupado por jóvenes delincuentes. No permaneció allí más de una semana.
     El hospital lo reclamaba para una nueva serie de intervenciones. Allí, solo con sus sufrimientos, soñaba desesperadamente con el hogar que nunca tuvo; escribió por fin al hombre que desde hacía tanto tiempo ocupaba sus pensamientos.
     Poco tiempo después, volvió al reformatorio que tanto temía y detestaba. Aunque su rostro era un poco más humano, llamaba todavía la atención de los niños, que lo señalaban con el dedo, y hacía sobresaltar a los mayores, que volvían la cara con disgusto.
     Arthur pensó huir, ¿pero adónde? Reflexionó durante horas, sentado sobre una roca, cerca del lago que bordeaba el reformatorio. "¿Para qué vivir? -se preguntaba-. Al menos si estuviese muerto, estaría en el cielo".
     Esta idea invadió su cerebro. Lo que lo hacía sentirse más desesperado era no recibir ninguna respuesta a su llamada de socorro.
     Sin embargo, Sven Berquist no había olvidado su carta. En aquellos momentos estaba a punto de volver a leerla: "Me han dicho que, los efectos del cloroformo, no cesaba de llamarlo... Se lo suplico, venga pronto a verme".
    Sven telefoneó al hospital.
    Le respondieron que el muchacho lo había abandonado ya, y la enfermera añadió:
    "Si hay un niño que tenga necesidad de un amigo, ese es Arthur Svensson".
    "Era una sábado en la tarde -relata Arthur- cuando tomé la decisión".
     Había lanzado una última mirada a los siniestros edificios de color calabaza y también al patio austero y desolador. "Descendió hacia el lago".
"Me quedé algunos minutos de pié sobre una roca.
Preguntándome cómo iría a comportarme. Como sabía nadar algo, tenía miedo de verme empujado, instintivamente, a volver a la orilla. Entonces me arrodillé y le rogué a Dios que me ayudara a tener éxito en mi suicidio". Arthur quiso, primero, quitarse los zapatos. Comenzaba apenas a desatarse los cordones, cuando oyó su nombre:
    "Arthur...Arthur... al teléfono".
    Al teléfono. Nadie le había telefoneado nunca. Subió la ribera corriendo como un loco. En el aparato, el desgraciado muchacho jadeaba tan fuertemente, que no se comprendía una palabra de las que musitaba.
   "Iré a verte mañana", dijo Sven antes de colgar. Un cordón de zapato y un hilo telefónico habían bastado para salvar una vida.
    Al día siguiente, domingo, Arthur oyó llamar a la puerta. De repente, en el umbral de la entrada, apareció Sven Berquist con su traje azul de campeón olímpico, cargado de frutas y bombones.
    "Cuando me vio -cuenta Sven- deshecho en lágrimas arrojó sollozando sus brazos alrededor de mi cuello".
     Arthur, naturalmente, vació su corazón de toda amargura y contó todas sus penas.
     Sven, entonces le habló largamente, sin sentimentalismo, como a un hombre.
    "Es preferible recibir los golpes duros cuando se es joven y no después", le dijo a manera de conclusión.
Cuando llegó la hora de partir, todos los niños de la institución formaron un círculo alrededor de él.
    "Sven Berquist, juegue con nosotros", gritaban.
     Sven les dio entonces una pequeña conferencia y les habló de ciertas imperfecciones contra las que nada se puede hacer, como las de Arthur, y de otras que un hombre debe y puede corregir por sí mismo.
"Ahora -añadió- les pido a todos que acepten a Arthur en los juegos y que lo consideren como uno más de ustedes". Después dio la señal de partida.      Todos los niños fueron al campo para iniciar el partido. Arthur corría con los otros. Lloraba con cálidas lágrimas, pero jugaba tan bien, que aquello no tenía ninguna importancia. Sus compañeros estaban estupefactos, pues ignoraban que supiese jugar.
     Así, al día siguiente, Arthur había sido nombrado capitán del equipo de fútbol.
     Desde ese día, Sven fue el protector, el consejero, el amigo más querido, el hermano mayor de Arthur. Lo invitó a Estocolmo para asistir al partido Suecia-Alemania.
     Le había reservado una localidad en la tribuna de honor, entre todas las celebridades.
     Cuando Arthur ingresó en una escuela profesional, Sven le envió un equipo completo, al que añadió un par de botines viejos suyos. En sus giras por el extranjero, no dejaba de enviarle postales, fotos de jugadores célebres, autógrafos de hombres de Estado, recuerdos, etcétera.
Arthur le contestaba y sus cartas, llenas de gratitud, eran a menudo tranquilas y reflexivas, pero a veces estaban manchadas por las lágrimas.
    "Tenía tanto miedo a la vida -escribía-. Ha hecho de mí otro hombre".
     Arthur vive ahora solo en una pequeña habitación llena de copas y medallas que él ha ganado como corredor de semifondo y campeón de salto en alto, tanto en Suecia como en Finlandia e Inglaterra. Trabajaba para vivir. Pero su corazón no late más que para su club, ese club que él dirige y que es su verdadera razón de vivir, y donde enseña a jóvenes muchachos todo lo que el gran Sven Berquist le enseñó.

 

Robert Littel; SELECCIONES DEL READERS DIGEST,Oct. de 1953.

 



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