ARAÑA POLLITO

Siesta en Misiones.  El sol lanza a los hombres al resguardo de las casas y hunde a las alimañas de la selva en cuanto amparo sombreado les ofrecen los árboles o las casas.

            En los caminos desiertos sólo se ven, a intervalos, las nubecitas de polvo que levantan las lagartijas que cruzan de un lado a otro la picada (camino a la selva), y al pie de las barrancas ásperas y rojizas, el Alto Paraná que hierve en remolinos en las costas y pasa imponente y encrespado por el profundo cauce.

            Críspulo Vargas está solo en el aserradero.  Los peones se fueron en la mañana hacia el Dorado, carios kilómetros adelante, para ver pasar el barco que viene desde Puerto Aguirre, traer provisiones y, de paso caña paraguaya y cigarrillos contrabandeados desde el Paraguay por los Benítez para el turco Elías, el bolichero de la entrada del pueblo que apenas si chapurrea el castellano, pero que habla el guaraní a la perfección.

            Críspulo es el capataz y hombre de confianza de Vladimir Letinski, un polaco dueño de ese y de otros establecimientos en el territorio y quien, en su estancia, cerca de Apóstoles, se viste de “smoking” y actúa como un gran señor en sus comidas, para terminar emborrachándose como el último “mensú” (peón) en las sobremesas.  Pero esas son cosas que no tienen importancia para el correntino Vargas, quien el “patrón es el patrón” y puede hacer lo que se le dé la gana, siempre que pague puntualmente su salario.

            Deja la mecedora donde ha estado dormitorio en la galería del “bungalow” que lo cobija.  La intensa luz le hace pestañar por un momento sus ojillos oscuros y el calor pone perlas de sudor en su rostro aceitunado; pero él indiferente y sin abrigo para su cabeza que sus cabellos lacios y duros como crines, baja el camino disponiéndose a hacer una recorrida.

            Primero va al galpón de las maquinarias, donde la brillante hoja de la sierra mecánica reluce como espejo, inspecciona los tablones amontonados a un costado y dispuestos en tal modo que el grueso tronco conserva su forma habitual, como si el filo de la delgada hoja no lo hubiese tajeado en diversas secciones.  Mira luego los rodillos apilado en el patio, llegados algunos desde el interior al lento paso de los “alzaprimas” (vehículo rústico para transportar rollizos) y arribados, otros, en jangadas (balsas) por las bullentes aguas del río y elevados hasta ese lugar a costa del sudor y de esfuerzos.

            Hay allí pino de Brasil, Viraró, Cedros misioneros, Peteribí y varias otras maderas de rica flora del contorno.  Cruza el tabacal y, satisfecho, vuelve a las casa por un sendero bordeado de bananeros.  Observa los cachos y reflexiona:

            -Ya están a punto...Mañana los voy a hacer cortar...

            Para cerciorarse mejor, palpa los largos frutos verdosos que comienzan a amarillear en los extremos.  De pronto, al hacerlo, siente un agudo pinchazo en los dedos.

            -¡Añambenburetá (¡Hijo del diablo!)... dice irritado y, desenvainando su machete, corta de un certero golpe el pesado racimo.  Cae éste con violencia sobre la tierra del camino y algunos frutos saltan desperdigados a los costados.

            Machete en mano, Críspulo observa vigilante hasta que ve asomar unos largos tentáculos negros que se desplazan sin ruido.  Rápidamente levanta el manojo de frutos y lo arroja hacia el frente, y allí, casi a sus pies, ve el bulto negro y horripilante de una “araña pollito”.

El animal levanta sobre sus gruesas patas el redondel, sombrío y aterciopelado cuerpo.  Es grande, casi como un puño, y parece dispuesto a lanzarse sobre el hombre, pero éste baja una y otra vez el machete con furia salvaje y lo destroza en menudos pedazos mientras lo insulta profundamente en castellano y guaraní.

            -¡Tomá añamenbú (de la tierra de los mal nacidos)...!¡Picá otra vez, araña infeliz!...

Y no contento con eso, salta sobre los restos y hunde los negros trozos en el rojizo polvo de la senda.

Después atiende a su picadura.

-menos mal que es zurda... se consuela.

En el extremo del dedo mayor tiene un punto rojizo, alrededor del cual la carne comienza a hincharse.

Vuelve a la casa y baña su mano en alcohol.  Aprieta el dedo con fuerza, como queriendo expulsar por el casi invisible agujerito la ponzoña recibida.

Siente un dolor intenso y como si pequeños pinchazos le recorriesen la mano. Va de un lado a otro sin saber qué hacer.  Mueve continuamente los dedos, como para activar la circulación, pero los encuentra cada vez más torpes.  El dedo del medio es, ahora, un enorme cilindro enrojecido y tiene la impresión que millones de agujas se le clavan en la palma.

-Estoy embromau... –dice-.  Voy a d´ir p´al pueblo...

Súbitamente recuerda que los peones llevaron el jeep y los caballos.

-¡Pucha!... ¿Y ahora?...

Toma un gran trago de caña y vuelve a recurrir al antiséptico.  Pero todo es en vano.  La mano le pesa como una carga y el agudo dolor le hace apretar los dientes.

-Si voy a pie capá que no llego –reflexiona y sigue bebiendo.

Una raya avanza por debajo de la piel de la muñeca.

Críspulo sabe que cuando ella llegue al corazón todo habrá concluído.

Va hasta el camino y avizora en la lejanía.

-¡Y los muchachos sin venir!...¡Caracho!...

Los dedos violáceos carecen de movimiento y la raya, lenta, pero implacablemente, sigue subiendo a lo largo del brazo.  La fiebre le reseca los labios y garganta, y la caña resbala por sus fauces sin aplacar la sed devoradora ni disminuir los dolores.

Camina como un borracho, sosteniendo con la derecha el apéndice inútil.  Creencias infantiles perdidas en la subconciencia, se hacen vívidas en su cerebro.

-Virgen de Itatí?... ¡Sálvame y te he de hacer un regalo!... He de ir nicó (de verdad) a visitarte y rezarte si me sacas d´este apuro... –ruego con voz desfallecida.

La línea púrpura llega casi a la mitad del antebrazo.

La fiebre y el dolor lo arrojan sobre la sombra fresca del galpón.  Allí arriba el cielo azul parece dorarse con el sol de la siesta tórrida.  A su alrededor todo es silencio y soledad.

La conciencia del peligro lo mantiene despierto, aunque un pesado sopor quiere detenerlo junto a la frescura del cinc de las paredes del galpón como para adormitarlo sobre el pasto suave y mullido que allí crece.

-Qué voy a hacer?... –se pregunta.

De pronto una luz se hace en las tinieblas de su cerebro, embotado por la fiebre, y, dando tumbos, entra al aserradero, donde lo recibe el reflejo de la enorme sierra circular.

Busca en la caja de herramientas y da con el ovillo de un fuerte cordel.

Ayudándose con los dientes y el miembro sano, hace lanzadas y la ciñe cerca del codo del brazo enfermo.  Después, a costa de grandes esfuerzos, hace pasar el ovillo sobre uno de los tirantes del techo y ata el extremo a una de las patas de la mesa de la sierra.  A ratos de descansar, fatigado por el trajín.  A veces quiere dormirse sobre ella misma o le tienta el fino aserrín que cubre el piso, pero su enorme fuerza de voluntad se impone.

Trabajosamente recita los trozos de oraciones que recuerda y se encomienda a la virgen favorita.  Aprieta el botón y la sierra se pone en marcha.

Críspulo entonces cierra los ojos, y juntando los restos de energía de que dispone, apoyando el brazo enfermo sobre la hoja rugiente.  La mano cortada salta y cae sobre la mesa, donde queda como un enorme sapo al borde de un charco de sangre negra y espesa, en tanto que el hombre, al costado, cuelga el muñón sangrante, mientras el cordel se pone tenso por le peso del cuerpo y se ciñe cada vez más, impidiendo la hemorragia.

Y así lo encuentran al regreso los peones, media hora después, cuando atraídos por le ruido de la sierra llegan al galpón.  Vendan como pueden la herida, aprietan aún más la ligadura y lo llevan en el jeep hasta el puesto sanitario de El Dorado (pequeña población de Misiones cerca de Iguazú), donde el médico al verlo, mueve la cabeza con gesto desesperanzado, diciendo:

-Hay que volver a cortar  a la altura del codo.  No creo que se salve, aunque estos correntinos...

Y sin decir más lo hace poner en la camilla y da comienzo a la operación.

Pero el doctor estuvo errado, porque después de pasar varios días entre la vida y la muerte, Críspulo se repuso y volvió al trabajo con un brazo menos y un nuevo mote: “Araña pollito”.

Sin embargo, no hay quien se lo diga cara a cara, porque manco y todo, Críspulo maneja como la luz su “marcagallo” (cuchillo afilado) y muy pocos le ganan a hacer blanco con su “44”(revolver calibre 44).

 

Valmiro Ayala Gauna,

Por el Alto Paraná,

Ed. Huemul 1970



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